El día de Pentecostés los encontró a todos reunidos en el mismo lugar. Era la fiesta judía de Shavuot (“el quincuagésimo día”), que se celebra siete semanas después de Pascua conmemorando que Dios había dado a conocer su Ley (su voluntad) a Moisés en el Sinaí. En aquel entonces, el pueblo del Éxodo se había quedado temblando a la sombra del monte, porque Dios acostumbraba hablar solamente con Moisés cara a cara, como un hombre con su amigo (Éx. 33, 11), mientras que para ellos había truenos y relámpagos (Éx. 19, 16). Pero en el Cenáculo todo es distinto. Reina un clima de intimidad y de oración junto a la Madre del Señor…
Es cierto, podemos pensar que también los que están allí reunidos se sienten como extranjeros. Porque Jesús los había hecho descubrir lo “hogareño” que es el Dios-con-nosotros, pero la Ascensión de Nuestro Señor a los Cielos para abrirnos las puertas de su Casa paterna no puede haber dejado sino una terrible nostalgia del hogar en los corazones de aquellos hombres y mujeres. Nostalgia de aquel hombre de Nazaret, en el cual el Espíritu Divino se acostumbraba a habitar en la humanidad. Nostalgia del Dios que se paseaba por los hogares de los hombres, con madres que cocinan, hombres y mujeres que trabajan para ganar el salario, cosas que se pierden, familiares que enferman, padres que se angustian, que buscan salidas, que esperan, hijos que parten y que vuelven… Sí, el Dios que había expulsado a nuestros primeros padres del Paraíso, había venido a poner su carpa entre los hombres. De pronto se paseaba nuevamente por el Jardín, a la hora de la brisa. ¡Cuántas tardes habrían pasado con Él! Adán y Eva habían recibido el mandamiento de darle calor humano al mundo, sacando las cosas del anonimato (poniéndoles nombre), cuidando y cultivando… Ahora el Dios hecho hombre venía a poner nombres nuevos (tú te llamarás… ¡Pedro!), a cuidar y cultivar personalmente su jardín. Ilimitadamente cercano y misterioso a la vez.
Jesús les había ido contagiando el Espíritu Santo en cada parábola, en cada signo, en largas caminatas o conversaciones, en pequeños gestos de verdadera calidez humana. Cuando Él les hablaba de las cosas que hay en el Corazón de Dios, era como un niño que habla de las cosas de su Padre: “¡Van a ver, en la Casa de mi Padre hay lugar para invitarlos a todos a compartir nuestra vida familiar! ¡Y yo les voy a hacer lugar a todos!”. Y a todos les parecía que les hablaba también de “sus” propias cosas, las cosas de su querencia (“terruño” diríamos en Schoenstatt).
Incluso la muerte y resurrección del Señor no cambiaron su pedagogía. El Resucitado (con su cuerpo lleno de la gloria del Espíritu, ¡humanidad totalmente divinizada!) se les aparece como siempre, en las mismas situaciones de siempre, cosas que no tienen demasiado brillo: lo auténticamente humano. No espectacular, sino cordial: Jesús era capaz de tocar las fibras más íntimas de los corazones. Y así, entrañablemente sencillo, se deja ver (acaso con ojos fascinados, locos de amor y de incredulidad a la vez), come con ellos, parte el pan, habla, camina, explica, reprende; se deja tocar, insistir (¡quédate…!) y hasta tironear (¡no me retengan!); hasta les prendió un fueguito y les cocinó en la orilla (¡ahí donde las olas traían el recuerdo del primer llamado, el Primer Amor!).
Sin embargo, al subir al Padre, y ellos se quedaron así… mirando para arriba. Y de pronto este mundo debió de parecerles un tanto extraño. Como si de golpe todo aquello a lo que estaban apegados en la tierra se hubiera ido para el Cielo, se hubiera borrado. Es cierto, les había dicho: “Vayan y bauticen (es decir: ¡sumerjan!) a todos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”. ¿Acaso sería posible un nuevo Diluvio Universal… esta vez del Amor y no de la justicia de Dios? (ver Gn. 7; Lc. 17, 26-30). ¿Quién podría creernos ahora y subirse a esta Barca? Nadie le creyó a Noé aquella vez, y eso que parece más fácil creer en las malas noticias que en las buenísimas.
Después del Diluvio Dios volvió a encomendar a Noé y a sus hijos que pueblen la tierra nuevamente, que la conviertan en hogar. Pero ellos dijeron: “Vamos a hacer ladrillos (eso hacían los esclavos en Egipto) y amontonarnos en ciudades”. Y se construyeron una torre para llegar a las nubes: “¡habitaremos en las alturas!”. Por segunda vez olvidaban que Dios no está lejos, sino que se pasea por el jardín a la hora de la brisa. El lugar cuidadosamente preparado por Dios (¡hasta el detalle!) para el encuentro cara a cara y corazón a corazón con los hombres es la faz de la tierra. Al querer rejuntarse para construirse reinos y tratar de llegar alto… se dividieron y dispersaron.
Pero esta vez el plan no se vería frustrado de nuevo (¡la tercera es la vencida!). El Espíritu Santo realiza el milagro de que nosotros podamos sentirnos, en medio de este mundo (¡aunque sin pertenecerle más que como extranjeros!), como se siente Él: en casa. Caen nuestras torres de Babel (puras estructuras humanas para llegar alto) y volvemos a instalarnos felices en tiendas provisorias en el jardín, a la buena de Dios. El milagro de Pentecostés es que podamos decir en cuenquier lado: “¡Qué bien estamos aquí! ¡Pongamos aquí nuestra tienda!”, sin contradecir el mandato: “¡Vayan!”. A partir de ahora ya no es válido (¡ya NO!) pensar que Dios venga a decir: “Oigan, ustedes están demasiado cómodos acá, bajen a la vida real que hay que sufrir”. El Espíritu Santo viene para que nos podamos quedar todo lo que queramos: Él en nosotros, y nosotros en Él. Ya no hay más distancia entre la “vida real” y el Tabor (¡aunque sí, hay que sufrir!).
Si acaso sigue habiendo distancia, es porque con nuestros proyectos construimos pirámides (o torres) y nos esforzamos en treparlas y hacerlas trepar a todos detrás nuestro. Entonces no hay Tabor sino Babel, cada uno en su propio idioma. La efusión del Espíritu es eso: del Espíritu. No es propagación de nuestras formas. No es Iglesia (o Schoenstatt) en salida, como estrategia para conservar la Iglesia (o Schoenstatt). Es pura expansión del corazón, llenar el mundo de alma, del calor que nos habita, ¡pasión que transforma! Por eso clamamos por un nuevo Pentecostés, una nueva efusión del Espíritu, entonces nuestra Iglesia y nuestro Movimiento de Schoenstatt (¡y nuestros Santuarios!) serán hogar y terruño; abandonaremos puertas cerradas por temor y nacerán formas nuevas del Amor; caerán torres altas y habitaremos en carpas (¿quién te quita lo bailado?). Y acaso Dios se paseará entre nosotros con un mate por el jardín, a la hora de la brisa y… a la sombra… del Santuario.
P. Martín J. Clavijo, Federación de presbíteros de Schoenstatt.