De María de Nazaret a la Inmaculada Concepción
«Salve, María, templo donde Dios habita, templo santo, como lo llama el profeta David cuando dice: «Tu templo es santo y admirable en su justicia» (Sal 64,6). Salve, María, la criatura más preciosa de la creación; salve, María, paloma purísima»
(CIRILO DE ALEJANDRÍA, Discurso pronunciado en el Concilio de Éfeso PL 77,1029-1040.)
Autor: Cecilia Sturla
El dogma de la Inmaculada Concepción estuvo precedido de una polémica historia. Podríamos decir que no todos los teólogos estuvieron de acuerdo con la proclamación del dogma, y el acuerdo se logró porque tanto el pueblo como la liturgia celebraban esta fiesta desde hacía siglos, acrecentando la piedad mariana cada vez más.
María es Inmaculada porque Dios la llena de Gracia y María le responde a Dios con su sí. En este sentido, la gracia no se debe al mérito de María, sino que proviene gratuitamente de quien da gratuitamente. Por ello es por lo que María responde con humildad y grandeza: “Dios hizo en mí grandes cosas, su nombre es Santo” (Lc. 1, 46-56). Esto significa para nosotros que al principio está la gracia: es Dios quien sale al encuentro de María y es Dios quien sale a nuestro encuentro. Por ello María y nosotros podemos decir justamente “gracias” a Dios. El dar las gracias no es otra cosa que ese gesto de humildad y de respuesta que surge de la religión: inmerecidamente recibí, merecidamente doy las gracias.[1]
La fe del pueblo cristiano sencillo contemplaba a María en su honda vinculación de Madre de Jesús, y por lo tanto de Madre de Dios, la que permitió que el Dogma se estableciera. María, la “llena de gracia”, fue quien acunó a Jesús en su seno virginal, lo amamantó, lo educó, lo alimentó, le sanó sus heridas cuando se cayó… esa mirada de madre es naturalmente venerada por todas las personas nacidas de madre. En este sentido, María no fue idolatrada a lo largo de la historia de la Iglesia, pero sí reconocida como aquella a través de la cual se accede a lo más sagrado, que es su Hijo Jesús. Y por ello quizás, el estudio de la mariología se acrecentó en los últimos siglos, porque saber de María implica saber más de su Hijo.
Por ello Santo Tomás de Aquino va a decir que la maternidad de María y la humanidad de Jesús constituyen una misma realidad, y equivocarse sobre la una es equivocarse sobre la otra[2]. Cuando afirmamos que María nos lleva a Jesús, no estamos afirmando algo obvio ni evidente: estamos afirmando que Cristo en cuanto tal no hubiera existido sin María. Porque la Encarnación requirió del cuerpo de una mujer para llevarse a cabo. Ahora bien, este cuerpo de mujer debía ser preservado de todo mal y esto lo entendió la comunidad de fieles que comprendía la misión salvífica de Jesús. Todo lo inmaculado de Jesús, el pueblo intuitivamente lo trasladaba a María, ya que Ella fue la primera persona redimida, salvada y glorificada por su Hijo.[3]
Por ello hubo y hay una cierta complicidad entre el pueblo cristiano y su relación ya milenaria con María: en esta relación se hicieron comunes y se aceptaron datos que no emergen directamente de las Sagradas Escrituras. En este sentido, la devoción a María excede el ámbito de lo teológico-dogmático, lo supera y lo encausa: porque la verdad sobre María se arraiga fuertemente en el sensus fidelium o sentir del pueblo de Dios que reconoce a su Hijo como el Salvador nacido del cuerpo de una Mujer.
Tenemos allí verdades, sentimientos, creencias, vivencias y amor. Sin estos elementos, las verdades que aceptamos como dogmas son palabra muerta: María a quien Dios la colmó de gracia, por ser mujer y madre, es quien acepta el enorme desafío, no exento de dificultades, incomprensión y dudas de ser la Madre de Aquél ante quien se arrodilla todo hombre.
La mirada que tenemos de María va a determinar la mirada que tenemos de su Hijo porque en la historia de la Salvación uno no existió sin el otro. Y en este misterio, en esta bi-unidad de la que hablaba el P. Kentenich, nos adentramos como remolino en el corazón de Dios. En María, lo eterno toca el instante y se hace tiempo y carne. Sin este hecho, sin el Sí de María, Dios sería para nosotros alguien ajeno y lejano.
Hay algo sublime que sólo la fe en Jesús puede darnos: un Dios hecho hombre a través de una mujer, eleva al hombre y hace que Dios se abaje a nosotros, elevándonos a Él. La Encarnación eleva la naturaleza a lugares impensados hasta ese momento preciso, haciendo que Dios se inserte en la historia humana y al mismo tiempo Jesús incardina a la creatura en Dios.
Belleza insondable, destino único que sólo exige una respuesta libre de parte nuestra. Y esa respuesta nos la enseñó Ella: la Inmaculada, la llena de Gracia.
Cecilia E. Sturla
Instituto de Familias de Schönstatt
[1] R. Cantalamessa, María, espejo de la Iglesia, Valencia, Edipec, 1991.
[2] “Humanitas Christi et maternitas Virginis adeo connexa sunt ut qui circa unum erraverit, oportet etiam circa aliud errare”. Sto. Tomás de Aquino, III Sent. Dis 4 q2 a3.
[3] J. C.R. García Paredes, Mariología, Madrid, BAC.