Cruzar los Andes para levantar la mirada

Cruzar los Andes para levantar la mirada

Autor: P. Juan Molina

Del 15 de enero al 1 de febrero se desarrolló una nueva edición de la Cruzada de María. Se trata de una peregrinación a pie uniendo los más de 400 kilómetros que separan el Santuario de Schoenstatt de Mendoza con el de Bellavista en Santiago de Chile. Participaron un centenar de jóvenes provenientes de Argentina, Chile, Paraguay y Brasil. Junto a ellos decenas de sacerdotes y seminaristas de otros países. La peregrinación quiere ser una prueba del amor a la Santísima Virgen María, una “locura de amor”. El lema que marcaba la cruzada rezaba: “Peregrino de los Andes, levanta la mirada”.

Puntualmente a las cuatro de la mañana del lunes 16 de febrero se empezaron a ver algunos movimientos en el Santuario de Schoenstatt de Mendoza. Los más de cien peregrinos se alistaban para el primer día de peregrinación. Seguido a eso vendría el desayuno, la oración de la mañana y el inicio del peregrinar con una hora de silencio para promover la oración personal durante los primeros 5 o 6 km de los 25 que se peregrinaba por día. Esta rutina prácticamente se repitió durante los 17 días. Terminaba pasado el mediodía al arribar al lugar de parada donde se recibía el almuerzo, había tiempo de descanso y se celebraba la misa al caer la tarde. Así desde el principio se marcan las bases de la experiencia: la intensa vida de oración, la enriquecedora vida comunitaria y el esfuerzo físico. Para hacerlo posible fue clave el apoyo de las fuerzas militares de ambos lados de la Cordillera.

Con el transcurso de los días, el peregrinar fue adquiriendo temperatura espiritual. Los ratos de silencio daban el contexto ideal para el encuentro con las preguntas más profundas. Las mismas se iban ajustando a lo largo de los días o sencillamente quedaron como tarea para el año. Los diálogos entre los mismos peregrinos y ocasionalmente también con los consagrados daban ciertas orientaciones para el encuentro y el discernimiento de Dios. Es que como en tantas ocasiones narradas por el Evangelio, Dios se hace presente en el camino de la vida cuando las personas son capaces de encontrarse. Más aun en un marco incomparable, en el corazón de la Cordillera de los Andes.

Los peregrinos hicieron camino a la vera de la ruta 7. Ahí, entre camiones que animaban el caminar con sus bocinas y autos que no terminaban de entender lo que estaba pasando, se trazó el camino. En realidad -como en tantos órdenes de la vida- no se trata de inventar un camino nuevo sino de descubrir aquel camino  que fue trazado para nosotros desde antes. En cierto modo se traba de caminar siguiendo las huellas de José de San Martín y de su ejército libertador. Como aquellos también movilizaba la búsqueda de libertad; fortalecía la unión de los pueblos; animaba cada llegada con un nuevo impulso para seguir caminando hacia la meta. Siempre en comunidad.

Sin embargo, sería más preciso afirmar que la Cruzada de María se fue convirtiendo en un camino existencial. La vida entera de cada peregrino y entrelazada con la de los otros peregrinos fue confrontada ante la grandeza de Dios. Una grandeza que se imponía en la naturaleza, pero que también latía en el corazón de cada peregrino animando a dar más pasos, sacando fuerza en momentos de debilidad, planteando preguntas urgentes, ensanchando horizontes y haciendo nuevos amigos. La Cruzada de María es escuela de santidad. Precisamente el lema de la peregrinación invitaba a levantar la mirada. En ese levantar la mirada siempre asomaba un horizonte hermoso que en algunos casos era paisaje.

El peregrinar adquiere en sí mismo la metáfora de la vida: hay dificultades, desafíos, entusiasmos, alientos, fortalezas, sueños, deseos, desilusiones y vínculos. En ese sentido fue especialmente significativa la llegada al Cristo Redentor que une Chile y Argentina por las cumbres más elevadas a mitad de camino. Precisamente el camino de la vida queda marcado por la pertinaz búsqueda de Cristo, por el encuentro con Cristo y por la vida que brota de ese encuentro. En ese sentido, la Cruzada es espacio de conversión para volverse con fuerza renovada al encuentro con Jesús despojándose de muchos bienes superficiales (y a menudo inútiles)

La llegada fue el Santuario de Schoenstatt de Bellavista en Santiago de Chile. A pesar de los kilómetros recorridos se hizo incontenible las ganas de llegar corriendo. Naturalmente fue de los momentos más emocionantes para propios y ajenos. Brotaba del corazón la emoción por la satisfacción de la tarea cumplida. También es posible que hubiera lugar para cierta nostalgia por la culminación. Pero más fuerte que esas emociones estaba el profundo espíritu religioso y mariano que tiñó la peregrinación. La Mater, la Santísima Virgen María, estaba esperándonos. Llegar a Bellavista fue poder estar en casa aunque sea lejos del propio terruño. Es que ahí donde está la Mater, está nuestro hogar. Como si fuera un anticipo escatológico, todos los peregrinos fueron recibidos por María. Esa era la llegada de la Cruzada. Esa es la llegada del peregrinar de nuestra vida entre esfuerzos, búsquedas de encuentro con Cristo, levantada del mirar y nuevos envíos.

Esta peregrinación no puede reducirse a una experiencia física o simplemente espiritual o comunitaria. Es la Cruzada, es la vida entera.