Carta de Alianza – Mayo 2018
Queridos hermanos,
Hubo un antes y un después. Les cambio la vida a aquellos hombres rudos, temerosos y desconcertados, encerrados en su incredulidad por lo que había sucedido. Después del aquel día, se tornaron audaces, firmes, seguros, jugados. ¡El fuego de Dios los había transformado!
El día de Pentecostés nació la Iglesia, como también el Jueves Santo, cuando Jesús antes de morir ungió a los suyos lavándoles los pies y ofreciéndoles su cuerpo y su sangre. La Iglesia nace de la Cruz de Jesucristo, pero sobre todo de la presencia viva del Espíritu.
Celebramos este día de Alianza en las vísperas de esta fiesta. No es un hecho del pasado; no es un lindo recuerdo, una página simpática de la Biblia. Pentecostés no ha terminado. No terminará jamás: Jesús sigue entregando su Espíritu para que recibamos el bautismo: “Conviértanse y que cada uno de ustedes se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de sus pecados; y recibirán el don del Espíritu Santo” (Hechos 2,38).
Es el Espíritu el que hace posible que el sacerdote consagre el pan y el vino: “Te pedimos que santifiques estos dones con la efusión del Espíritu Santo para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de tu hijo Jesucristo” (Canon romano de la Misa). Nos regala el perdón: el día de la Pascua Jesús sopló sobre los discípulos y les infundió el Espíritu Santo para que puedan perdonarse los pecados.
Hay una estrecha relación entre María, nuestra Aliada, el Cenáculo y el Espíritu Santo: “Allí para la Iglesia imploraste al Espíritu Santo, quien la liberó de las miserias de la mediocridad, la inició en la doctrina de Cristo y avivó en ella el espíritu de apóstoles y de mártires”, rezaba el Fundador.
Schoenstatt precisa hoy más que nunca la fuerza del Espíritu. Y la Mater lo implora para vos, para mí, para nuestras comunidades. Sólo en él gemimos llamándolo a Dios, “querido Padre”. Tampoco es posible vivir en la verdad, sin su luz y claridad. ¡Y es tan triste, por otro lado, vivir en la mentira!
Los schoenstattianos necesitamos del Espíritu para recibir y regalar sus frutos: la alegría y la paz, la paciencia y la fe, la mansedumbre y la templanza. Por sobre, para construir puentes entre nuestras filas y más allá, en las familias, el barrio, nuestra patria. Precisamos superar “Babel” y como en la mañana de Pentecostés, entendernos y amarnos, aunque hablemos lenguajes diferentes.
En la oración al Espíritu Santo pedimos que Él nos ilumine, fortifique, guíe y consuele. Y que, en cuanto corresponde al plan del eterno Padre Dios, nos revele sus deseos. Cada día precisamos discernir lo que es de Dios y lo que es solo “del mundo”.
Según el Padre Kentenich, el Espíritu Santo purifica las realidades contaminadas y sucias de nuestro interior. Esos territorios oscuros -hechos el ayer, culpas, pecados, infidelidades…- que se han anidado en los recónditos pliegues de nuestra alma. Sólo si logramos liberarlos, podemos vivir en la alegría y en la confianza despreocupada del niño con su Padre. El psicoanálisis procura muchas veces llegar a esas profundidades con éxito diverso. No basta escarbar el interior para limpiarlo. Es allí, dice el Padre Fundador, donde interviene el Espíritu, en primer lugar, regalando una luz potente que impide reprimirlo; luego, regalándonos una sugerente actitud: invitándonos a aceptarlo y a poner todo en la misericordia de Dios. Sólo el abrazo del Padre aquieta las aguas turbulentas y coloca un bálsamo de amor a las heridas.
Queridos hermanos, este 25 de mayo, asumirá como Director Nacional del Movimiento el P. Pablo Pérez. Después de muchos años dejaré esta tarea. Los invito a que cada uno rece por él al Espíritu Santo. Parafraseando las palabras del Padre Fundador, pidamos que le dé a conocer lo que silencioso, con modestia y oración, debe aceptar, cargar y soportar… Que le dé a conocer su voluntad y la voluntad del Padre, para que su vida sea un continuado y perpetuo sí a los deseos y al querer del eterno Padre Dios (cfr. HP. 639).
Me despido de ustedes deseándoles la alegría que María tuvo en el Cenáculo, cuando sintió que el Espíritu Santo, que la había cubierto con su sombra en la Anunciación, la cubría nuevamente. Lenguas de fuego y ráfagas de viento. Es “aire en movimiento”, es Espíritu divino. La Paloma y María, siempre unen.
P. Guillermo Carmona