Año Mariano Nacional: “Habitada por el Espíritu Santo”
“El Angel le respondió: ‘El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso el niño será Santo y será llamado Hijo de Dios’”. (Lc 1,35)
“Todos ellos, íntimamente unidos, se dedicaban a la oración, en compañía de algunas mujeres, de María, la madre de Jesús, y de sus hermanos. (Hechos, 1,14)
“Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse. Había en Jerusalén judíos piadosos, venidos de todas las naciones del mundo. Al oírse este ruido, se congregó la multitud y se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Con gran admiración y estupor decían: ‘¿Acaso estos hombres que hablan no son todos galileos? ¿Cómo es que cada uno de nosotros los oye en su propia lengua?’” (Hechos 2,1-8)
Oración del Año Mariano Nacional
(Se encuentra en la introducción al trabajo)
Reflexión
María, símbolo del Dios desconocido
El Espíritu Santo ha sido llamado muchas veces “el Dios desconocido”. San Pablo en su predicación en Atenas dijo haber encontrado en las calles de la ciudad un altar al Dios desconocido. Pablo se refería a Jesucristo, pero también a Dios proclamado por Él, por eso también al Espíritu Santo. El Espíritu Santo no era desconocido solamente para los oyentes de Atenas, sino también para muchos cristianos de hoy.
El Padre Kentenich tenía la certeza que quizás el Espíritu sería más conocido, comprendido y anhelado, si cristianos se acercasen aún más a la Santísima Virgen. María conduce al Espíritu, lo implora y atrae. Así lo hizo en el Cenáculo. Así lo hace también en nuestro tiempo. La razón es que Ella tiene un vínculo estrechísimo con el Espíritu.
Los tres símbolos con que el Espíritu Santo se hace presente en la Biblia, la paloma, el aire y el fuego, no son realidades personales. Por eso nos cuesta imaginarlo y tenerlo más cercano. Nos es más accesible la persona del Padre y del Hijo pero ¿y el Espíritu Santo? La imagen se desdibuja y aleja.
Si pensamos en la Sma. Virgen como la persona “traspasada” por el Espíritu (“su sombra te cubrirá con su fuerza”) entonces podemos relacionar al Espíritu en su acción maravillosa y descubrirlo como el Hacedor y Transformador. Por eso Ella es el símbolo más significativo, personal y apropiado del “Dios desconocido”.
El Espíritu Santo es el amor, el vínculo eterno en la Trinidad. En la historia de los hombres, Él es aquél que une, relaciona, transforma, da calor, cobijamiento y amor al Padre: “Ustedes no han recibido un espíritu de esclavos para volver a caer en el temor, sino el espíritu de hijos adoptivos, que nos hace llamar a Dios, Abba, Padre” (Rom 8,15). Es el Espíritu el que recuerda y hace vivo el Evangelio de Jesucristo.
Estas acciones del Espíritu Santo nos remiten a la persona de María. Ella también cumple estas tareas. Por eso nos hace más cercano su persona, nos conduce a Él y nos fecunda con su fuerza. El Espíritu Santo y la misión de María se interrelacionan y vinculan.
Es una relación “estrechísima, privilegiada, indisoluble” (Benedicto XVI, 14.078.2012). Ella es templo del Espíritu. Ha vivido y enseña a vivir los frutos del Espíritu Santo: amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí mismo (Gal 5,22)
Unas palabras del Papa Francisco nos ilustran en forma sencilla esta verdad:
“La Virgen María nos enseña el significado de vivir en el Espíritu Santo y qué significa para cada cristiano, para cada uno de nosotros, que está llamado a acoger la Palabra de Dios, a acoger a Jesús dentro de sí y llevarlo luego a todos. María invocó al Espíritu con los Apóstoles en el Cenáculo: también nosotros, cada vez que nos reunimos en oración estamos sostenidos por la presencia espiritual de la Madre de Jesús, para recibir el don del Espíritu y tener la fuerza de testimoniar a Jesús resucitado” (Francisco, Regina Coeli, 28 de abril de 2013).
Dice Santo Tomás que “cuanto una cosa está más cerca del principio -en cualquier género- tanto más participa de los efectos de ese principio” (S.Th. 3,q.27.a.5). Esto vale para la relación de María con el Espíritu y vale también para nosotros. Lo que está cerca del fuego se calienta más y el guante participa del perfume de la mano… La Mater nos enseña a amar al Espíritu Santo. Y estar como Ella tan cerca del Amor, es parecerse a Dios y llegar a una intimidad inimaginable.
María, los dones y los frutos del Espíritu Santo
Es probable que sentimos hablar de los dones y los frutos del Espíritu Santo o sepamos de ellos.
Los dones son regalos que el alma recibe para vivir en el amor y la entrega a Dios. La tradición nos habla de siete: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Cada uno de ellos aporta algo especial a nuestra vida cristiana. El Padre Kentenich valoraba especialmente el don de la sabiduría. La palabra viene de “saborear”: tenerle gusto a las cosas de Dios y valorarlas como un regalo inapreciable. La sabiduría nos permite ver las realidades sobrenaturales con los ojos de la gracia, ya sea los hermanos, las circunstancias, los problemas, el mundo.
Pero junto a los dones conocemos también los frutos del Espíritu. De ellos nos habla San Pablo en la carta a los gálatas (5,22ss). El Catecismo de la Iglesia Católica nos habla de ellos en el nr. 1832. Los menciona: amor, alegría, paz, paciencia, generosidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y castidad. Los frutos son causa y también efecto del Espíritu. Por eso Pablo los contrapone con los vicios o a las obras del mal (ver Gal 5,19).
La persona que cultiva el vínculo con el Espíritu Santo recibe estos dones y trabaja para alcanzar estos frutos. Por eso María, habitada por el Espíritu desde su concepción, los vivió como ninguna otra en esta tierra. Veamos algunos de estos frutos en su vida:
Es llamativa la alegría de Maria sobre todo en la Visitación a Isabel. Es entendible que no puede haber mayor gozo que engendrar al Dios hecho carne. Pensemos en el amor de María a Dios y a los hermanos. En cuanto a la paz, el Padre Kentenich rezaba en el Hacia el Padre: “Tu santo corazón es el refugio de paz, el signo de elección y la puerta del cielo”. Si la paz es la tranquilidad en el orden, como afirma San Agustín, no debe haber existido persona alguna que se asemejara a María en su paz. Podemos imaginarnos la paciencia de la Virgen en el silencio inicial frente a José, silencio que se hace dolor sostenido en el camino de la cruz y la esperanza de la Pascua. La paciencia está ligada a la mansedumbre, que es la capacidad de perdonar, pensar bien del otro y moderar toda tendencia a la cólera. La bondad y la benignidad miran al bien del prójimo, a un trato amable y dulce con los demás. No tenemos demasiados testimonios de estas dimensiones de María en los Evangelios; los que tenemos nos hablan de su bondad en el nacimiento, la presentación del Niño en el Templo y el diálogo con Simeón y Ana. La presencia de María en las bodas de Caná y la percepción de las necesidades de los demás, reflejan esta servicialidad y preocupación por sus hermanos.
Toda persona que se acerca de corazón a María, sobre todo aquella que sella una Alianza de Amor con Ella, se asemeja a María y va anhelando y buscando vivir estos frutos del Espíritu. No hay beneficio más profundo de esta Alianza, que ser conducido por la Virgen a una experiencia sapiencial del Espíritu Santo.
Textos del P. Kentenich
a. El Espíritu Santo ha tomado las riendas en sus manos
Nuestra esperanza en una primavera mariana se apoya no sólo en un motivo histórico, sino también en uno místico: ¡el mismo Espíritu Santo ha tomado las riendas en su mano!
Con esto cabe decir algo más y distinto de cuanto afirmáramos antes, que la Iglesia había tomado a su cargo la dirección. Partimos de una idea de Pascal: La Iglesia, aquí en la tierra, está constantemente en agonía. Esta agonía tiene grados diversos. Hoy se la percibe con especial intensidad. El mismo Espíritu Santo que conduce hoy a su Iglesia al Gólgota, le señala, sin embargo, también a la Madre, al pie de la Cruz, la gran Mater Dolorosa. Ella debe ayudar en la agonía actual. Tal es la razón que nos hace esperar una nueva primavera mariana.
Si echamos una mirada retrospectiva a lo que hemos oído y nos hacemos a nosotros mismos la pregunta: ¿Cómo anda nuestra devoción mariana?, quizás tendremos todos que admitir que, en general, es demasiado poco aún lo que hemos hecho por la Sma. Virgen. El 18 de octubre de 1939 nos ha impuesto grandes obligaciones a través del poder en blanco. Nosotros debemos, nosotros podemos ayudar para que la glorificación de la Madre de Dios que el Espíritu Santo prepara, tenga lugar a través de nuestra Familia.
En la Familia vivimos claramente desde el principio, la colaboración de la Sma. Virgen en la Redención. Siempre nos hemos considerado colaboradores de la Colaboradora de Cristo. Esa es la gran actitud que nos ha dado el carácter apostólico. De esta actitud nacieron las más diversas formulaciones: formación mariana del mundo en Cristo; Regnum Christi Marianum; detrás de todo esto se esconde una singular aspiración a la Trilogía: Cristo y la Mater, y nosotros junto a ellos dos.
(Del retiro del P. Kentenich, El sacerdote mariano, 1941
b. María y el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia
La imagen de María debe ser una clase ilustrativa al respecto. ¿Cómo hemos presentado esa imagen? Se trata precisamente de la imagen ideal de mujer. ¿Cómo la hemos presentado? Como el fulgor admirable de la dignidad, grandeza y nobleza femeninas. Ciertamente, podemos imaginarnos a la Santísima Virgen de tal modo que ella se yergue ante nosotros como la encarnación femenina de la imagen de Cristo, en la medida en que esto es posible. Por tanto, si una mujer quiere imitar, a su modo, la vida de Cristo, no necesita realizar largas reflexiones. Sólo necesita detenerse a contemplar la imagen de María. Ella es la forma femenina de la figura de Cristo en su máxima posibilidad de realización.
La imagen ideal. Es un gran honor para la mujer que Dios, el Padre eterno, haya dado atributos tan excepcionales a una mujer, por encima de todos los coros de los ángeles, por encima de todos los coros de la creación, excepción hecha, por supuesto, de la naturaleza humana del Dios hecho hombre. Dios aprecia y protege visiblemente, de manera singular, el valor, la dignidad y el fulgor de la mujer. Imagen solar de la dignidad femenina, imagen resplandeciente de la belleza femenina, del valor de la mujer.
Si queremos entrar ahora en detalles, podemos escuchar lo que nos dicen los filósofos cristianos, católicos: en ningún otro lugar se presenta y cincela de manera tan clásica la metafísica de la mujer como en la mariología católica. Si procuramos reducir a principios últimos todos aquellos rasgos particulares que pueden afirmarse de la figura de María, ella se yergue entonces ante nosotros en el resplandor de la Virgo, Sponsa, Mater, Virgen, Esposa, Madre. Ésta es la esencia de la mujer: virgo, sponsa, mater.
Ahora su tarea podría consistir en verificar cómo aquí resuena todo lo que hemos dicho anteriormente. Toda pureza: Virgo. Toda entrega: en efecto, todo lo que pueda imaginarse en cuanto a formas de entrega resuena en estas tres formulaciones. Virgo: ¿qué significa Virgo? Ya hemos hablado suficientemente sobre virginitas, virginidad. Entrega. Sponsa: ¿qué significa Sponsa? Una vez más, entrega. Aquí tenemos, pues, todas las formas de amor del que es capaz una mujer. Éste se encuentra encarnado aquí en forma clásica. La esencia de la mujer es, por consiguiente, entrega personificada, amor personificado.
Por esa razón, muchas veces, tanto en teólogos cuanto en laicos comprometidos en su vida cristiana, se ha hecho costumbre en la Iglesia ver a María como el símbolo del Espíritu Santo. Para el Padre tenemos suficientes símbolos, al igual que para Cristo. Para el Espíritu Santo, en cambio, se está comúnmente en apuros. El símbolo es la paloma. Pero ¿dónde están aquí los puntos de comparación? En última instancia, es más profundo considerar a María como el símbolo del Espíritu Santo. Porque el Espíritu Santo es la entrega, el amor en persona, y la Santísima Virgen, por su parte, es el amor personificado.
(De: Plática para estudiantes de teología en Milwaukee, Estados Unidos, 1 de marzo de 1963), en “La actualidad de María”)
Preguntas para la reflexión y diálogo
(Sugerencia: Ponte en clima de meditación. Recién en ese ambiente interior, toma un cuaderno y escribe la primera pregunta. Tómate tiempo para reflexionarla. Escribe lo que meditaste: ¡Es importante que escribas la respuesta! Después puedes compartir tu respuesta con los participantes (cónyuge, grupo). Lo mismo deberías hacer con las otras preguntas. ¡Te será de gran ayuda!).
1. ¿Quién es el Espíritu Santo para vos? ¿Tiene alguna importancia vital en tu vida? ¿Qué aspectos son los que más te tocan?
2. Cuál de los frutos del Espíritu Santo valoras especialmente en la Mater? ¿Tendrán algo que ver con tu vida, quizás con tu ideal personal?
3. ¿Qué frase de los textos del Padre Kentenich te han tocado especialmente?
Te sugiero que al final de este diálogo, te pongas en clima de oración y le pidas a la Mater que te permita rezar la SECUENCIA DEL ESPÍRITU SANTO. Con ella en el corazón lo puedes rezar con los demás hermanos:
Ven Espíritu Divino,
manda tu luz desde el cielo,
Padre amoroso del pobre;
don en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre
si Tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus Siete Dones
según la fe de tus siervos.
Por tu bondad y tu gracia
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
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