Año Mariano Nacional: “María, Hija predilecta del Padre”

Año Mariano Nacional: “María, Hija predilecta del Padre”

“María dijo: Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo! Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que lo temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón. Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías. Socorrió a Israel, su servidor, acordándose de su misericordia, como lo había prometido a nuestros padres, en favor de Abraham y de su descendencia para siempre”. (Lucas 2, 46-55)

Oración del Año Mariano Nacional

(Se encuentra en la introducción al trabajo)

Reflexión

1. María, igual y totalmente diferente

María es igual y la vez totalmente diferente a cada uno de nosotros. Ella es la imagen incorrupta de Dios sobre el hombre, la idea que Dios tuvo al crearlo en el Paraíso. El pecado rompió ese bosquejo y a partir de ese momento todos tenemos una grieta en el alma, que llamamos “pecado original”. Todos, menos una mujer: María Santísima. En ella el plan de Dios permaneció intacto. 

María fue hecha de “trigo limpio”; así lo definía un patriarca de Constantinopla llamado Proclo. En ella todo es limpio. La razón hay que buscarla en el querer de Dios, que dispuso que ella engendrara el Verbo Encarnado. María sería ese templo, custodia viva y corporal que recibe a Jesucristo. Debía de ser inmaculada, un privilegio singular de la “llena de gracia”. Fue creada sin la concupiscencia, es decir, sin la inclinación al mal que gravita en todo hombre. Este privilegio se define como la “Inmaculada Concepción” y es un dogma católico. 

La definición del dogma promulgado por Pío XI en la bula “Ineffabilis Deus” del 8 de diciembre de 1854, afirma que la Santísima Virgen María fue preservada del pecado original desde el primer momento de su concepción, en atención a los méritos de Jesucristo. 

Esta especial concesión la relaciona a María estrechamente a la Santísima Trinidad, especialmente al Padre. San Anselmo lo expresaba así: “El Padre y la Virgen tuvieron un mismo Hijo común”. Esto le permite tener a ella una intimidad insospechada. El grado más alto de intimidad entre dos personas es la filiación, o como actitud espiritual, la filialidad. 

María es la hija predilecta del Padre. Sobre esta relación entre ella y Dios Padre queremos reflexionar en esta unidad.  

2. Para conocer mejor lo que es ser hijo, miramos a Jesucristo, Hijo del Padre. 

Los evangelios nos describen la comunión que hay entre Jesús y su Padre. Él es ante todo “el” hijo del Padre. Esto lo resaltan los evangelistas, especialmente San Juan. Son muchas las citas que hablan de esa unión tan especial. Por ejemplo: 

“Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día… Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día… Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que de Dios: sólo él ha visto al Padre” (Jn 6,40.44.46). 

De los pasajes bíblicos surgen tres dimensiones que caracterizan especialmente esta relación filial-paterna: 

Jesús es hijo porque dialoga con su Padre, lo escucha y lo ama. El Hijo ama al Padre y el Padre ama al Hijo. En el bautismo en el Jordán, y en la transfiguración en el Tabor, el Padre le expresa su amor de predilección: “Este es mi hijo muy querido en quien tengo puestas todas mis complacencias”.

En segundo lugar, Jesús es hijo porque deposita su total confianza en el Padre. Quien cuida de las aves de cielo y de los lirios del campo (Mt 6,26-29) cuidará especialmente de Él. La confianza será puesta a prueba y saldrá victoriosa en el monte de los Olivos y en el Gólgota: “Padre, si quieres, aleja de mi este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad sino la tuya. Entonces se le apareció un ángel del cielo que lo reconfortaba” (Lc 22,42s)

Jesús es hijo porque cumple la voluntad del Padre. El hijo realiza lo que le indica y manda su padre:  

“Jesús les respondió: Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra.” (Jn 4,34).

“Nada puedo hacer por mí mismo. Yo juzgo de acuerdo con lo que oigo, y mi juicio es justo, porque lo que yo busco no es hacer mi voluntad, sino la de aquel que me envió” (Jn 5,30)

El título de “hijo de Dios”, fue la acusación más radical que los judíos presentaron en contra Jesús. Por eso la Iglesia en los primeros tiempos, cuando se refería a Dios lo llamaba el “Dios y Padre de nuestro señor Jesucristo” (Mt 28,19), expresando esta estrecha intimidad entre ambos. 

También nosotros podemos ser hijos en el Hijo. Toda persona que se identifica con Jesús puede ser llamada hija del Padre. Así lo leemos en el prólogo de San Juan: 

“Pero a todos los que la recibieron (a la Palabra, es decir, a Jesucristo), a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios.” (Jn 1,12.13)

San Pablo agrega una dimensión especial para determinar nuestra relación filial: el vínculo con el Espíritu Santo: 

“Todos los que son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios” (Rom 8,14). 

Es un gran regalo saberse y sentirse hijo del Padre; es el don y gesto de su enorme benevolencia: “Nos salvó no por las obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia” (Tito 3,5). Y la consecuencia de este don es la identificación cada vez más plena del hijo con el padre: 

“Nosotros, en cambio, con el rostro descubierto, reflejamos, como en un espejo, la gloria del Señor, y somos transfigurados a su propia imagen con un esplendor cada vez más glorioso, por la acción del Señor, que es Espíritu.” (2Cor 3,18)

3. María, la hija predilecta del Padre 

Si todos nosotros tenemos la posibilidad de llamarnos y ser hijos de Dios, cuánto más lo podemos decir de la Santísima Virgen. Descubrimos razones suficientes: 

Es hija predilecta por el estrecho amor que el Padre Dios le tiene y viceversa. 

No tenemos argumentos empíricos para probar este amor de María a Dios Padre y viceversa, pero sí enorme indicios que nos inducen a pensarlo. 

Las palabras de Maria: “Yo soy la servidora del Señor” (Luc 1,38) hablan de una actitud filial plena. El Padre, a su vez, la ama con amor de predilección, porque la elige como madre de su Hijo: “El Señor está contigo… Dios te ha favorecido” (Lc 1,28.30). 

El cántico de la Virgen, el “Magnificat”, expresa el reconocimiento tierno y filial de María: 

“Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi salvador, porque el miró con bondad la pequeñez de tu servidora. En adelante todas las generaciones me llamarán feliz, porque el Todopoderoso he hecho en mí grandes cosas: ¡su Nombre es santo!” (Luc 1,46-49).

Mencionábamos que una segunda dimensión de la filialidad es la confianza. 

Toda confianza se prueba en las adversidades, los peligros y amenazas. Hay dos respuestas posibles frente a estas duras experiencias en la vida: la desesperanza o la confianza. María eligió lo segundo. 

Conocemos la escena donde Jesús, después de un largo e intenso día de trabajo sube a la barca con sus discípulos para ir a la otra orilla del lago. Cuando se hallan en alta mar se desata un peligroso temporal; la barca se sacude y todos están a punto de naufragar. Jesús duerme -es el único pasaje donde se nos presenta a Jesús durmiendo. Pareciera no preocuparle el peligro. Los apóstoles desesperados lo despiertan: “¡Señor, sálvanos, que perecemos!” La acción de Jesús y su posterior recriminación -“Hombres de poca fe, ¿por qué dudaron?”- nos habla de la falta de confianza de los discípulos. Confiar es saber que Dios siempre está, aunque aparentemente esté durmiendo.  

En la antípoda de los discípulos se encuentra María. El Catecismo la describe: “Durante toda su vida y hasta su última prueba, cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el cumplimiento de la palabra divina Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe”. 

La fe se asocia aquí a la confianza. La confianza presupone la fe, pero va más allá: se fía totalmente en aquél en quien se cree.

En María no hay quejas, a lo sumo una pregunta: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados… Él regresó con sus padres a Nazaret y vivía sujeto a ellos. Su madre conservaba estas cosas en su corazón” (Lc 2, 48.51). Todo es aceptación a lo dispuesto o permitido por el Padre basado en la confianza: Belén, Egipto, Nazaret… Confiar es saber que aun cuando las cosas salgan mal, no se apaga nunca la esperanza en el poder y la misericordia del Padre. 

Confiar es también creer que las promesas de Dios se cumplirán, aunque la forma sea insospechada. En la Anunciación se le presentaron a la Virgen enormes promesas:

“Concebirás y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús; él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará sobre la casa de Jacob para siempre y su reino no tendrá fin” (Lc 1,31-33).

La confrontación de estas promesas con la evidencia del rechazo de la gente, el enjuiciamiento y la muerte de su hijo, tiene que haberle demandado a María una enorme cuota de confianza. Nadie pudo haber sido tan duramente probado en su fe como Ella. 

Confiar es no apoyarse en las propias fuerzas, sino en la ayuda de la gracia y del Espíritu Santo. Quien posee la confianza plena, está dotado de una paz interior y de la certeza de la victoria. María vivió la sugerencia del Apóstol: “Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y perseverantes en la oración” (Rom 12,12).

La confianza es mantenerse firme y no huir: no huir ante el desprecio de la gente, no divinizar el dolor pero asumirlo como camino de identificación con Jesucristo. Sin discursos, sin promesas engañosas, María siguió fiel. En el corazón de Dios, su Padre, tiene que haber hallado Ella el alivio para esperar contra toda esperanza. 

La tercera dimensión de la actitud filial es cumplir el plan del Padre. El “sí” de María no fue un hecho aislado, único. Se repitió durante toda su vida. 

Dio su asentimiento en la anunciación y lo mantuvo hasta el final, hasta hoy día.  

Se pone presurosa en camino a la tierra de Judá, a la casa de Isabel, porque sabe que es la voluntad del Padre. No busca hacer algo solamente caritativo -ayudar a la más necesitada y parturiente (podemos imaginar que en la casa de Zacarías habría criados que podían cuidar bien de Isabel y de su esposo)- sino porque el Padre se lo pide: era la consecuencia a la información que le entrega el Ángel. 

Podemos imaginarnos también que su plegaria ardiente a Jesús en las bodas de Caná estaba motivada por el querer del Padre. No había ningún deseo de promoción humana ni búsqueda de un redito social. En su alma habrá intuido el pedido del Padre, que anticipara la “hora” de su hijo, haciendo convertir el agua en vino.  

Su impetración en el Cenáculo, junto con los discípulos temerosos y amedrentados, fue un pedido de su Padre. Ella, la llena del Espíritu, que fue cubierta por su “sombra”, cumplía así la voluntad de Dios de interceder el soplo del Espíritu. La hija predilecta del Padre es quien cumple siempre su voluntad. 

La gran misión que el Padre le encomendó, fue acompañar a Jesús en su vida; ser su colaboradora y compañera en toda la obra de salvación. Esta vocación motivó su día a día, determino su amor, movilizó su entrega y le dio sentido a su vida. En eso meditaremos en la unidad siguiente. 

Texto motivador del P. Kentenich

(De la actualidad de María, Capítulo IV, punto 6)

María, el concepto indemne del hombre

¿Cómo se había imaginado Dios, originalmente desde la eternidad, el bien, la vida y el amor de los hombres en el paraíso? Él tenía la más íntima relación con ellos y quería mantenerla por medio de la gracia santificante, por medio de la vida divina. Y esta vida divina era tan fuerte, tan poderoso era su torrente, que toda la naturaleza, hasta las más pequeñas raíces y ramificaciones, estaba tomada por la gracia, por la vida divina. 

La inteligencia no era obtusa como es hoy la nuestra. De nacimiento y por naturaleza, estaba predispuesta para lo divino, para lo que va más allá de los sentidos. Y era para ella una necesidad natural tener trato con lo divino, con lo eterno; también con lo divino y lo eterno en la criatura, en el mundo creado.

La voluntad estaba captada y elevada, hasta sus últimas ramificaciones, por el amor divino creado. Y todo en ella tendía simplemente, con todo su impulso hacia la Trinidad.

La vida divina debía ser tan fuerte en el hombre, en su estado indemne previo al pecado original, que también los instintos se sometían voluntariamente al espíritu. Recordemos aquí la maravillosa armonía paradisíaca entre espíritu y carne, entre carne y Dios.

Y el cuerpo no debía pesar sobre el espíritu ni ponerle obstáculos. Por el contrario, debía ser arrastrado por el espíritu hacia lo alto; no debía sufrir inhibiciones o impedimentos por la enfermedad, sino que debía ser llevado hacia lo alto mediante lo espiritual, de tal manera que fuese elevado totalmente hacia Dios.

Así debía presentarse el hombre, de manera singular, como rey de la creación. Y todas las demás cosas en su entorno, los animales, las plantas, la naturaleza en su conjunto, debían estarle sometidas; debían ser gobernadas por Dios por intermedio del hombre tal como había sido concebido originariamente. Con sencillez y grandeza al mismo tiempo, el hombre debía utilizar todas estas cosas nada más que como escalones para ascender hacia Dios. De ese modo se había concebido en toda la creación la alabanza, el honor y la gloria para el Dios trino, en y a través del hombre.

Éste es el plan originario de Dios para con la naturaleza humana en su condición indemne. En este contexto, por favor, recuerden todo lo que hemos dicho acerca del anhelo paradisíaco de nuestro corazón. El sentido más profundo de nuestro anhelo se nutre de este estado pensado como incólume. (…)

Ahora bien, sabemos que Adán y Eva pecaron. Con ello, el plan original de Dios ha sido destruido, aniquilado. No tenemos ya más la naturaleza en su condición intacta. Arrastramos con nosotros la naturaleza caída. No obstante, Dios quisiera atraer hacia sí también esta naturaleza caída, también quisiera divinizarla a ella. Él quisiera recibir, a través de la divinización de esa naturaleza caída, la alabanza, el honor y la gloria de la creación entera.

¿Cómo quiere él llevar a cabo su plan de salvación para con esta naturaleza caída? Aquí se presenta y se impone, en el centro de las ideas y de los planes salvíficos de Dios, en el centro de la historia universal y también en el centro de nuestro propio pensamiento, la imagen de la Santísima Virgen. Ella es el ser, el único ser que, después de la naturaleza humana del Dios hecho hombre, ha sido creado en el estado paradisíaco. Ella es una reliquia del paraíso. Ella es la única que Dios se reservó para sí antes del pecado original, antes de la ruina del pecado. Ella debe ser el nuevo miembro de la humanidad del cual debe partir un nuevo plan sobre el mundo, un nuevo plan de salvación.

Procuren leer ustedes mismas en la Sagrada Escritura lo que les quiero decir. Lean lo que dice el Antiguo Testamento acerca de la caída en el pecado (Gn 3). Allí verán la posición de la Santísima Virgen dibujada y esbozada en unos pocos trazos clásicos; verán cómo se la contrapone a Eva. ¡Eva, Ave! ¡Ave María! Si invertimos la palabra Eva, tenemos la palabra Ave.

Así se encuentra, en el primer pecado, la mujer frente a la Mujer. Lo que Eva significa para la ruina del género humano debe significarlo la nueva Eva para el nuevo plan de salvación del mundo. 

(De: Plática para las Hermanas de María de Schoenstatt, 2 de mayo de 1931)

Preguntas para la reflexión y el diálogo

¿Subraya aquellas frases o palabras del texto del Padre Kentenich que te han tocado especialmente? Te sugiero que las compartas con tus hermanos.

¿Cómo es tu actitud de confianza en los momentos difíciles de tu camino? ¿En qué puede ayudarte y ayudarles María como Hija predilecta del Padre a sobrellevarlos?

¿Qué significa para vos y para ustedes obedecer al querer divino? ¿Tienen experiencias que pueden compartir con otros sobre esta actitud de obediencia en sus vida?



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