¿Cómo estar más cerca de Dios?
Cuando el arquitecto argentino César Pelli diseñó las torres en Kuala Lumpur (Malasia), con sus 450 metros de altura, estaba realizando una proeza, hasta entonces, inigualable.
¿Qué puede impulsar a los hombres a subir siempre más y más, además de su deseo de desafiar la técnica y por su innata ansia de probar cosas nuevas? Pienso que el hombre es un buscador de infinito, y a esa luz se explica que haya existido Babel, que se haya levantado la Torre Eiffel y que podamos admirar los rascacielos de las ciudades modernas. La carrera hacia lo alto no se acaba.
Este fenómeno tiene, para el cristiano, un curioso simbolismo. El hombre, también el moderno y posmoderno, buscan un encuentro con la trascendencia. Mientras el mundo concentra sus apetencias conscientes en lo material y en el consumo, sus búsquedas subconscientes, sin embargo, parecieran orientarse hacia lo supranatural. Esto arroja una luz a las muchas expresiones religiosas y pseudo religiosas que vemos en el mundo actual. En una importante revista europea salió publicado un dossier con el título: “Nunca estuvo el Tibet tan cerca de Hollywood”. Artistas y cantantes son asiduos visitantes de las religiones orientales, mientras otros han redescubierto la oración y la meditación trascendental. El sugerente libro: ¿En qué creen los que no creen?, de Humberto Eco y Carlo Martín, nos abre pistas para comprobarlo.
El Movimiento de Schoenstatt ha surgido en un tiempo eje: presiente que las formas de búsqueda de Dios deben ser revitalizadas. Son pocos los que pueden emigrar al desierto o recluirse en un claustro para tener la paz y la tranquilidad del encuentro con Dios. Cómo acceder a Dios en medio del bullicio de la ciudad, de los conflictos laborales, de las incongruencias sociales, de los hijos y los problemas cotidianos.
Cuando al Padre Kentenich se le presentó esta pregunta, respondió que a Dios hay que buscarlo por sobre todo en la vida. Refiriéndose a esto mismo, acuñó una expresión poco común: fe práctica en la divina providencia; que consiste en tener un “radar interior” que facilite percibirlo a Dios justamente en la banalidad de lo cotidiano. Hay que partir sabiendo que el tiempo y las cosas pueden ser escaleras o ascensores para llegar a su corazón: la amistad, el amor, el agua y el sol, las figuras y las matemáticas, el mar y los árboles, la palabra, la viña, el aceite y la niebla, un regalo, el placer y el dolor, un parto y un niño, el cuerpo del hombre y de la mujer, pueden reflejarnos algo de Dios y encaminarnos a Él.
Por otro lado, la vida está llena de señales; basta con tener los ojos abiertos y sentir que en cada acontecimiento hay un llamado, una búsqueda, una evocación o una apelación a lo eterno.
La balanza, por lo tanto, no está inclinada hacia el que gana la “carrera celestial” exterior, sino hacia el que consigue, con su hormigón y estructuras espirituales, llegar a lo que subconscientemente anhelamos: algo del cielo en la tierra. El laboratorio para preparar experimentos intrépidos es el corazón. Y éste, a diferencia de los otros experimentos, está a mano de cada uno.