El sentido de una muerte
Autor: Padre Juan José Riba
El autor de la carta a los hebreos nos recuerda: “Acordaos de aquellos superiores vuestros que os expusieron la palabra de Dios: reflexionando sobre el desenlace de sus vidas, imitad su fe” (Heb 13, 7). Es lo que intentaré en la siguiente reflexión que ofrezco a continuación con motivo de los 50 años de la muerte del Padre Fundador.
La hora de la partida
La muerte del P. Kentenich fue imprevista y rápida. Si bien se lo notaba cansado, debido a la intensa actividad y requerimientos de la Familia, a lo que se sumaba el peso de los años, nadie preveía un desenlace tal.
El domingo 15 de septiembre de 1968 puede celebrar la misa de las 6.30 horas en la iglesia de la Santísima Trinidad, en Schoenstatt, regalo y testimonio de las Hermanas, por la protección de la Sma. Virgen en el tiempo del nacionalsocialismo. Era la primera Eucaristía que oficiaba en la iglesia. Al finalizar la misma, se dirigió a la sacristía, se sacó los ornamentos, bendijo unos rosarios y se desplomó, cayendo hacia adelante. Intentaron reanimarlo, pero el corazón ya no respondió. Así en esa iglesia, junto a la familia de las Hermanas, concluía la vida de nuestro fundador en la fiesta de Nuestra Señora de los Dolores.
¿Tiene sentido una muerte?
La muerte de todo hombre en esta tierra deja tristeza y desolación, un vacío que nadie puede llenar. Aquí tocamos el misterio de toda persona humana. Para nosotros, los cristianos, todo hombre fue creado en un acto personal por Dios a través de sus padres; es único, irrepetible y tan valioso que el Señor entregó a Jesús, su Hijo, para que tuviera en él esa vida que habían perdido nuestros primeros padres y nosotros a través de nuestros pecados personales.
La dignidad de toda persona se funda en un llamado amoroso de Dios a la vida. Al final de la misma, esta no es absorvida o disuelta en el universo, ni se reencarna de acuerdo a su conducta anterior en un ser superior como un ángel o se degrada en un animal o una planta, sino que se entrelaza definitvamente en un encuentro amoroso y eterno con el Dios personal. La Alianza que hemos vivido en esta vida se plenifica en la eternidad. El Padre decía en la tercera acta de Fundación en 1944: “Nuestra meta no solo es válida para aquí y ahora, sino para mañana, pasado mañana y toda la vida. Y aquello que aquí en la tierra fue abrazado con todo nuestro amor, aquello que se esperó y por lo cual se luchó, en la medida de lo posible puede, quiere ser y será objeto de nuestra dedicación durante toda la eternidad”.
Hay vidas y vidas
Si bien todas son valiosas, algunas vidas han repercutido más en la historia y el corazón de sus contemporáneos dejando una huella: un estadista que sirvió a su nación, supo conducirla y no se enriqueció; un militar que arriesgó su vida para defenderla; un empresario para enriquecerla creando trabajo; un gran profesor que fue maestro para sus alumnos con su palabra y su conducta; una madre de muchos hijos que consumió su vida por educarlos, un sencillo obrero apreciado por su honestidad, trabajo y compañerismo…
Pensemos como argentinos en José de San Martín. Abandonó una floreciente carrera como militar en España y, escuchando el llamado de la libertad de su pueblo, puso sus talentos y su espada para hacer nacer un pueblo nuevo. Murió en el destierro, en tierra francesa, para no colocar su sable al servicio de la matanza de compatriotas. Su vida sigue siendo fuente de admiración y acicate para imitarlo. La cruzada de los Andes que emprende la Juventud Masculina latinoamericana es un ejemplo de que su persona sigue inspirando.
También la iglesia recuerda y reconoce a aquellos miembros que consumieron su vida por Cristo y su pueblo. Ella los llama santos. Muchos, la mayoría, serán “los santos de la puerta de al lado” como los llama nuestro Papa Francisco en “Gaudete et exultate”. Otros han sido escogidos por Dios para ser pioneros en la Iglesia. Él les ha confiado un inmenso tesoro, un carisma, que deben compartir junto a sus seguidores como respuesta viva al mundo en que viven. Así San Benito, cuando se desmoronaba el imperio romano, es llamado por el Señor a la soledad, a la oración, fundando monasterios que guardarán y conservarán esa cultura que se desplomaba, los cuales serán las células de muchas ciudades europeas que surgirán a la sombra de sus muros. San Francisco y sus hermanitos salvará a la Iglesia opulenta del siglo XII viviendo la pobreza de nuestro Señor. Todos ellos fueron modelados por el Espíritu para actualizar y mantener vivo el rostro imperecedero de Jesús a su tiempo.
¿Y la muerte del P. Kentenich?
A la muerte de San Francisco escribió el Hermano Elías: “Aquel, que era nuestro consuelo, se ha ido lejos; aquel que nos llevó en sus brazos como pequeñas ovejas, partió hacia un lejano país. Ciertamente para nosotros la presencia de nuestro hermano y padre Francisco era una luz… nos fue sacado de nuestro medio y realmente estamos huérfanos y sin padre. Dios, Padre de los huérfanos, nos quiere consolar con su santo consuelo. Dejemos llorar copiosamente a nuestros ojos pues se nos ha robado el consuelo de tan gran padre… ahora realmente somos huérfanos sin padre”.
Todos quedaron profundamente consternados cuando el Padre se apagó tan repentinamente. Recuerdo haber escuchado de un Padre mayor este relato: “Uno de los primeros en llegar al lugar del deceso fue el P. Alejandro Menningen, su fiel compañero desde el inicio de la Familia. Al darse cuenta de lo que había sucedido, se sentó abatido en una silla y estuvo largo rato, empequeñecido tratando de asimilar lo que había ocurrido”.
Este sentimiento de orfandad se fue transformando prontamente en un renovado afecto filial. Se recordaban sus palabras, se afirmó la convicción de haber vivido junto a un santo, se visitaba su tumba, los lugares donde había actuado. Además ahora –se comentaban unos a otros– podía escuchar a cada uno sin necesidad de concertar previamente una entrevista, esperarlo pacientemente luego de una conferencia, cuando visitaba el santuario o salía a rezar el rosario. El mundo que había construido codo a codo con la Familia seguía ahí. El Santuario, que había descubierto como fuente un 18 de octubre de 1914, seguía allí manando y era su lugar predilecto para que lo encuentre quien lo busca, como él mismo supo decir. Seguía viviendo en el corazón de sus hijos e hijas a lo ancho de la tierra que continuaban su Obra.
El vínculo al Padre
René Voillaime, cofundador de los Hermanitos de Jesús confiesa de Charles de Foucould: “Solo Dios sabe, cuánto te costó la vocación de cada uno, el alma de cada uno, pues tú eres nuestro padre. No existe para nosotros ninguna duda para creer en qué medida nosotros realmente somos tus hijos. Sin duda estás en el origen de nuestra hermandad, que Jesús atestigua”
Estas palabras las podemos aplicar a nuestro Padre: por cada uno de nosotros sufrió en Dachau, partió al exilio; a cada uno lo soñó ya en los tempranos días de 1914; no solo quiso ser padre de los que compartieron su vida terrena, sino “que esta misión la continúa desde el cielo” como nos enseñara en la tercera Acta de Fundación en 1944.
En una carta al P. Carlos Sehr de 1955 escribe: “Las relaciones que buscan la confianza mutua no son solo cosas del entendimiento y la voluntad, sino también y de manera extraordinaria del corazón. Y el corazón tiene sus propias leyes. No se deja armonizar del día a la noche… el corazón se orienta primeramente por valores y motivos, no por ideas y razones”. Este 15 de septiembre es nuevamente un día para “acompasar” mi corazón al corazón del Padre, para entregárselo y dejar que él me entregue el suyo.
Esto nos puede liberar de un gran peligro que se esconde en toda gran celebración. ¡Que Dios nos libere de ser hombres y mujeres absortos mirando al cielo como los apóstoles a la partida de Jesús que solo saben repetir sus palabras y relatar sus anécdotas y que no salen presurosos a negociar los diez talentos que su Señor les confió! Así podremos escuchar de su boca al final de nuestras vidas: “Está bien, servidor bueno y fiel… ya que respondiste fielmente en lo poco, te encargaré de mucho más: entra a participar del gozo de tu Señor” (Mt 25, 22-23).
Schoenstatt es demasiado valioso para guardarlo seguro en un banco, para protegerlo en un bello country espiritual.
La Reina, el 18 de octubre de 1914, buscó jóvenes para comenzar su obra de renovación de la Iglesia y el mundo. Este 15 de septiembre sigue llamando a jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, laicos y consagrados para que continúen victorosamente aquello que empezaron el Padre y los primeros.
Hagamos carne en nosotros ese verso que escribiera en el Hacia el Padre:
“Nos mantenemos
inseparablemente unidos…
Arda el fuego del amor a la Familia.
En ella y con ella
queremos luchar y vencer;
por nosotros
debe ella cumplir su misión”.