Fiesta de la Inmaculada
Autora: Hna. María Felicitas Savini
La fiesta de la Inmaculada es la fiesta de todos. Es la fiesta de los pecadores y es la fiesta de los santos. Es la fiesta de los jóvenes y es la fiesta de los ancianos. Es la fiesta de los que están tristes y es la fiesta de los que son felices. Sí, es la fiesta de todos ya que al mirar a María “reconocemos la grandeza y la belleza del proyecto de Dios para todo ser humano: llegar a ser santos e inmaculados en el amor, a imagen de nuestro Creador” (Santo Padre Benedicto XVI.)
Y todos fuimos llamados a la vocación de ser plenamente hijos, plenamente inmaculados: SANTOS.
Hombres nuevos y viejos…
El día de nuestro bautismo todos los cristianos fuimos convertidos en hombres nuevos cuando Dios nos llenó de gracia, de la vida divina de Cristo. Pero muchas veces volvemos a ser hombres viejos, porque -por el pecado- nos cerramos a la vida divina.
Muchas veces nos dejamos invadir por el desánimo de pensar cuánto cuesta en esta sociedad marcada por la cultura del descarte y del desencuentro permanecer en el camino hacia la santidad, hacia el ser inmaculados.
Lo que para la Inmaculada era un don, para nosotros es una lucha de toda la vida. Sin embargo, ella también tuvo que atravesar los obstáculos del dolor, la angustia y la incertidumbre.
Nuestro Padre y Fundador ya desde el comienzo cuando asumió como director espiritual, les propuso a los jóvenes el programa: “Bajo la protección de María, aprender a ser personalidades libres, firmes y sacerdotales”. Él ponía de ejemplo a los santos y, en este sentido, les decía:
“Quizás digamos: ‘Pero, bueno, ellos son santos. Su ejemplo no tiene ningún valor para mí porque yo no nací para ser santo’. Los santos en su autoeducación debieron vencer los mismos obstáculos y disponían de los mismos medios que nosotros” (Bajo la protección de María I, p. 44).
Nosotros hoy también tenemos los mismos obstáculos… Y a pesar, o a decir verdad, precisamente por ellos, Dios nos quiere conducir a la santidad.
Llena de gracia
Cuando hablamos de la “llena de gracia” nos referimos a una santidad singular que reina en María. Pero acaso, ¿no fuimos todos llamados a una santidad singular a la que cada uno llega “por su camino”? “Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino y saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él”, dice el Papa Francisco en su última exhortación apostólica.
En este camino hacia la santidad, buscamos un espejo donde poder reflejarnos. Buscamos un modelo de hombre nuevo por el cual poder orientarnos. Buscamos una luz, una esperanza. Una mano tendida que nos rescate, que se abaje hasta nuestra humanidad para levantarnos, para misericordiarnos.
Existe este espejo: se llama María, María Inmaculada.
María nos trajo la Luz. María nos trajo el Amor. María nos trajo al mundo a Aquel que ilumina nuestra vida y sacia nuestra “hambre de amor”.
Ella es la felicidad hecha persona. Ella es la santidad hecha persona. Ella es la misericordia hecha persona. Ella es la ternura hecha persona.
Ella es la armonía hecha persona.
Ella es la MADRE del Amor. La que sacia nuestro amor. La Madre de la Misericordia.
María es la persona humana que más plenamente realiza el ideal del hombre nuevo cristiano.
Y es nuestra certeza saber que así como es ella, así nos pensó Dios. Y así seremos un día.
Santos e inmaculados ante Dios.