Hacia el Padre: la ascensión como camino filial
Autor: Pierina Monte Riso, miembro del Instituto de las Señoras de Schoenstatt
Los relatos de las apariciones de Jesús resucitado concluyen con la subida del Señor al cielo, testimoniando que verdaderamente está vivo. La liturgia nos invita a conmemorar la fiesta de la Ascensión de Jesús: El Hijo que bajó del cielo vuelve a él. Ahora bien, ¿La Sagrada Escritura busca dar una explicación geográfica local o quiere revelarnos un mensaje conclusivo del camino de Jesús en la tierra?
Nos adentraremos en primer lugar al contenido teológico de este acontecimiento desde una perspectiva filial, en segundo lugar a uno de los frutos del mismo en los apóstoles y por último a las consecuencias prácticas para nuestra vida.
La ascensión como el retorno del Hijo al Padre
Jesús se refiere varias veces a la idea de subir al Padre o de ir al Padre (Mc 16,19; Lc 24,51; Jn 14,20; 20,17; 16,28,7,33; Hch 1,9, Fil 2,6-11) de quien ha descendido. Lo propio y constitutivo del ser de Jesús es su filiación divina, es decir ser Hijo de Dios. Al encarnarse, Jesús se ha revelado como hijo y nos ha enseñado el camino hacia el Padre.
“Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré otra vez para llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes. Ya conocen el camino del lugar adonde voy”. Tomás le dijo: «Señor, no sabemos adónde vas. ¿Cómo vamos a conocer el camino?». Jesús le respondió: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí». (Jn 14,5-6)
¿En qué consiste esta identificación de Jesús con el camino, la verdad y la vida? Queremos mirarlo a la luz de la filiación divina.
La Ascensión de Jesús al cielo, es la culminación de su manifestación como Hijo en comunión con el Padre. Este acontecimiento, nos revela el destino de la creación y el sentido último de la vida del hombre: el encuentro con el Padre.
Jesús vino al mundo como hijo para mostrarnos el camino hacia el Padre, camino que concluye con su subida al cielo. En este sentido podemos decir que Él siendo Hijo nos ha hecho hijos adoptivos, y así su camino se convierte en el nuestro: el sentido de nuestra existencia consiste, por tanto, en dirigirnos al Padre. Un camino al que no se llega solo al final de nuestra vida sino que recorremos en cada momento.
Por otra parte, Jesús afirma ser “la verdad”. La verdad a la que se refiere Jesús es que somos hijos de Dios y eso fue lo que transmitió: Toda la predicación del Señor tiene su raíz en lo que escuchó y vio del Padre (Jn 14,10) ya que solo el Hijo conoce al Padre por su íntima vinculación filial. A ese profundo conocimiento aspiramos por la Ascensión del Señor, a vivir la verdad de nuestra filiación.
Finalmente, Jesús se identifica con “la vida”. El sentido de la vida verdadera consiste en la plena comunión con el Padre, es decir en amarlo y saberse amado por él. Entrando en comunión con Jesús participamos de la vida en abundancia que consiste en su amor y entrega filial al Padre.
La ascensión como causa de alegría
Es interesante destacar la perspectiva con la que Lucas concluye su Evangelio:
«Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos subiendo hacia el cielo. Ellos se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios» (Lc 24,50-53).
Llama la atención, que los apóstoles, al despedirse de Jesús, en vez de regresar tristes a Jerusalén, vuelven llenos de alegría. ¿Cuál habrá sido la causa de su gozo?
Por un lado, podemos ver que no se sienten abandonados, Jesús les había prometido que regresaría (Jn 14,3) y los buscaría para llevarlos al Padre, y por otro lado, los apóstoles comprenden que Jesús les promete un nuevo modo de presencia (Jn 14,16.25) que será más cercana aun. En definitiva, no se sienten abandonados por Jesús porque descubrieron a dónde va: junto a su Padre, para siempre. Tal como afirma Benedicto XVI: “Por eso «no se ha marchado», sino que, en virtud de este poder de Dios, ahora está siempre presente junto a nosotros y por nosotros.
Esto es lo que captan los apóstoles. Su «irse» consiste en estar ahora más cerca, junto a ellos en todos lados. Ascensión, en este sentido, se refiere a un subir a la presencia del Padre. Toda la creación y toda la humanidad ascienden con él.
Ratzinger lo explica:
Puesto que Jesús está junto al Padre, no está lejos, sino cerca de nosotros. Ahora ya no se encuentra en un solo lugar del mundo, como antes de la «ascensión»; con su poder que supera todo espacio, Él no está ahora en un solo sitio, sino que está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar en todo lugar y a lo largo de la historia.
A través de su Ascensión, Jesús nos permite participar de su estar junto al Padre. De esta forma la alegría de los apóstoles se hace más plena después de este acontecimiento. Jesús no se aleja, sino que nos acerca al Padre.
El viejo modo humano de estar juntos y de encontrarse queda superado. Ahora ya solo se puede tocar a Jesús «junto al Padre». Únicamente se le puede tocar subiendo. Él nos resulta accesible y cercano de manera nueva: a partir del Padre, en comunión con el Padre.
Podríamos decir, en cierta forma, que ascendiendo, Jesús hace “descender” el Cielo, experimentarlo más cerca. La entrada al cielo es la entrada al corazón del Padre.
Así en la tierra como en el cielo: la Ascensión en la vida diaria
Después de habernos introducido en el misterio de la ascensión como un misterio filial, queremos descubrir la implicancia del mismo en nuestra vida diaria, ya que la misma se puede describir como un camino al cielo, como un progresivo y cada vez más profundo adentrarnos en la unión de amor con la Santísima Trinidad y con los santos. Este camino es un proceso interior: que nuestro caminar debe ser en el cielo.
Nuestra “ascensión al cielo“ con Cristo es, en este contexto, un programa de vida, una tarea, un encargo, de modo que todo el mundo se convierta en un cielo, se transforme en una nueva creación.
1. La Ascensión es una hora de esperanza. En medio de un momento de despedida, aparentemente triste, Jesús realiza dos promesas: su regreso y la venida del Espíritu. Estas promesas continúan vigentes, y deben ser causa de nuestra alegre esperanza. El Hijo no nos ha abandonado, él está siempre con nosotros y nos da su fuerza, para que no luchemos solos en este camino. En medio de esta pandemia, la Ascensión del Señor nos permite mirar al cielo y confiar en la victoria de Dios.
2. Los discípulos comprenden que su misión va a consistir en elevar todo al Padre, en construir también el Reino entre nosotros, tal como nuestro padre y fundador lo formula en el Cántico al Terruño: “¿Conoces aquella tierra, imagen fiel del cielo, ese reino de libertad tan ardientemente anhelado: donde la inclinación a lo bajo es vencida por la magnanimidad y la nobleza; donde los menores deseos de Dios comprometen y reciben alegres decisiones por respuesta; donde, según la ley fundamental del amor, la generosidad siempre se impone victoriosa?”
Tal como los apóstoles, nosotros podemos dar testimonio: debo ser una puerta hacia el cielo para otras personas, para que otros sean elevados, a través de mi amor, de mi cariño, de mi servicio,… El cielo es nuestro verdadero hogar y quien regala a otros hogar, eleva hacia el cielo.
3. El cielo es nuestro propio hogar; es el estado de amor y paz en comunión de vida y amor con el Dios Trino. Podemos vivir el cielo en la tierra, el reino de filialidad, de vinculación con el Padre, con la Mater. Estamos llamados a ser embajadores del Cielo, mediadores del amor de Dios en quien los demás encuentren reposo y hogar.
“Si vivimos así en nuestro Santuario corazón, si cultivamos el permanente contacto con el Dios vivo, tal como Él habita y reina en nosotros, entonces tenemos una anticipación del cielo, en cuanto esto es posible aquí en la tierra.”
[Retiro a las Señoras de Schoenstatt, Abril 1967, 227]