¡Qué inocente que sos!

¡Qué inocente que sos!

Autora: Hna. Juana María

No sé a cuántos de ustedes les gustaría que alguien les dijese una frase así… Seguramente no muchos se lo tomarían como un halago. Porque, por lo general, la inocencia no tiene buena prensa: no pocas veces se utiliza para hacer referencia a alguien que cree todo por no tener las suficientes “luces” como para poder ver y darse cuenta que le están tomando el pelo… Pero, ¿es realmente eso la inocencia?

Tal vez podemos hacerle esa pregunta a los niños. Ellos son la encarnación de la más pura inocencia porque no conocen todavía la maldad. Los niños simplemente creen todo lo que se les dice, aún lo increíble, y confían en la bondad de todo cuanto los rodea. ¡Por eso son tan felices! No sienten la necesidad de defenderse del mundo, no aparentan ni se enredan, son sencillos y espontáneos, ¡son libres!

El encanto de la mirada de los niños es un misterio para el cual las palabras parecen no alcanzar. Su inocencia y pureza estremece nuestra alma de nostalgia. Como si en sus ojos pudiésemos descubrir el sueño que Dios tuvo al crearnos también a nosotros. Son espejos cristalinos que nos hablan de verdad, autenticidad, pureza y nobleza…

¡Cuántas veces quisiéramos ser como ellos y volver a la feliz infancia, cuando el mundo que nos rodeaba era simplemente bueno y creíamos con tanta facilidad en aquello que no podíamos ver!

¿Podemos impedir que nos roben la inocencia?

Pero para todos llega el triste día de la desilusión, cuando nos topamos con el sufrimiento causado por el error y la maldad. En definitiva, cuando conocemos (no sólo teórica sino vivencialmente) la herida que ocasiona el pecado.

José Luis Martín Descalzo tematiza ese momento crucial de nuestras vidas en un diálogo de una de sus obras de teatro[1]:

  • JUANA: ¿Por qué no somos siempre niños, fray Martín?
  • MARTÍN: Todos los hombres vivimos suavemente la infancia. Pero un día llegaremos al Mar Tenebroso de nuestra juventud. Muchos vuelven atrás a refugiarse en el seno materno, se aniñan, se atontan, se hacen optimistas. Su cuerpo sigue creciendo, pero dentro de ellos vaga un alma demasiado pequeña para tan larga edad. Otros siguen luchando. Pero se asustan de la tormenta. Y poco a poco van tirando por la borda lo mejor de su infancia. Un día tiran el amor a la verdad, otro la confianza en el hombre, otro el afán de justicia, otro la esperanza. Bogan mejor, su barco pesa menos. Pero se mueren de hambre y de sed.
  • JUANA: ¿Y el soñador?
  • MARTÍN: Hay pocos soñadores. Los santos. Y algún que otro poeta. Ellos luchan sin renunciar a nada. Aman al mundo igual que a su tarea. Y no quieren renunciar ni al uno ni a la otra.

El encuentro con la desilusión y el mal nos pone a todos frente a una disyuntiva. ¿Elegiremos aniñarnos y vivir en un mundo de fantasía basado en la negación, donde cerramos los ojos al mal que nos rodea? Si elegimos esa opción probablemente terminaremos encarnando una caricatura de inocencia, justificaremos lo injustificable, pondremos un maquillaje noble a lo que en realidad es malo y no tendremos la fuerza suficiente para afrontar la vida.

¿Entonces tenemos que dejarnos robar la inocencia y empezar a “sobrevivir” en la vida? Eso endurecerá nuestro corazón, lo secará de toda bondad y nos encerrará en nosotros mismos por sentir la necesidad de defendernos de un mundo que nos amenaza.

Hay una tercera opción: es la de los santos. Ya nos habló de ella Jesús: “Yo los envío como a ovejas en medio de lobos: sean entonces astutos como serpientes y sencillos como palomas.” (Mt. 10, 16) Se trata de animarse a mirar cara a cara la maldad que existe en el mundo para que el demonio no nos engañe cuando se disfrace de “ángel de luz”; pero sin renunciar por eso al tesoro de la inocencia y la pureza de corazón.

Repito: la ingenuidad no es relativismo, no quiere decir no ver la maldad, sino verla, pero hacer el esfuerzo de mirar más allá y tratar de descubrir lo noble detrás del pecado, con la certeza absoluta de que cada persona tiene también un destello de Dios y que Dios puede sacar el bien de cada situación, también del pecado.

Esto no es algo abstracto, sino bien concreto: es mirar a esa compañera de trabajo que me tiene envidia, ese jefe que me trata tan mal, ese familiar que tanto daño me hizo, y preguntarse: a pesar de todo lo malo, ¿qué hay de noble en esta persona? O mirar esa situación difícil que vivo en mi familia, esa injusticia, esa situación de violencia, y preguntarse: “¿Qué bien puede sacar Dios de esta situación?” Y no parar hasta encontrar una respuesta.

Es aprender a jugar a las escondidas con Dios: Él se esconde detrás de lo malo y yo lo busco hasta encontrarlo; y ese ejercicio limpia y vuelve ingenua mi mirada. Entonces ya no nos detenemos en lo malo . Lo vemos, claro que lo vemos, y lo sufrimos, pero lo que colma nuestra atención es la luz de Dios que se esconde detrás de esa situación. Aunque sea una luz tenue, pequeña… El foco está en el asombro de descubrir que también aquí está Dios.

La bienaventuranza del schoenstatteano

Desarrollar esta capacidad es clave para nosotros, schoenstatteanos, porque nuestro carisma tiene como punto clave la unión entre lo natural y lo sobrenatural. ¿Cómo podremos aprender a descubrir a Dios en las realidades terrenas, que están siempre manchadas por el pecado, si nuestros ojos no se vuelven limpios como el cristal? De nosotros, más que de nadie, se tendría que poder decir: “Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.” (Mt. 5,8)

Ese es el sentido de la oración que el Padre Kentenich rezó desde su infancia: “Dios te salve María, por tu pureza, conserva puros mi cuerpo y mi alma…” También nosotros podríamos pedirle a María: consérvame (o devuélveme) la inocencia, que me permita tener los ojos limpios para descubrir a Dios escondido en todo lo de esta tierra.

Así podremos ser como nuestra Aliada. Ella es un rayo de luz que atraviesa el barro de nuestras miserias iluminándolas, regalándonos la confianza en nosotros mismos que ni nosotros tenemos, no porque no vea nuestra maldad, sino porque sus ojos puros ven más allá de ella y descubren la luz que brilla en las tinieblas de nuestro corazón…

¿Sos lo suficientemente audaz para la inocencia?

Ahora, hay algo que hay que saber. El diálogo entre Juana y Martín no termina ahí, sino que continúa:

  • MARTÍN: Hay pocos soñadores. Los santos. Y algún que otro poeta. Ellos luchan sin renunciar a nada. Aman al mundo igual que a su tarea. Y no quieren renunciar ni al uno ni a la otra.
  • JUANA: ¿Y siempre son hundidos?
  • MARTÍN: Siempre, Juana.
  • JUANA: ¿Entonces…la verdadera infancia está sólo en el riesgo y en la muerte?
  • MARTÍN: Sólo, Juana.

El que aspira a la inocencia será bienaventurado, vivirá ya en esta tierra la más plena libertad, y por eso será feliz… pero también estará eligiendo el camino del sufrimiento. Como Cristo, que se encarnó para nacer en un pesebre y morir en la cruz. Como los santos inocentes que hoy recordamos, que después de haber dado su sangre por Cristo, hoy reinan gloriosos junto a Él en el Cielo.

Son los misterios de Dios… misterios que sólo pueden gozar los que se deciden a ser niños, los que descubren en la pureza y en la inocencia un don, los que no tienen miedo de ser pequeños. ¿Estaremos entre ellos?

Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños.” (Mt. 11, 25)


[1] J.L. Martín Descalzo, “La Hoguera Feliz”, Ed. Sígueme, Págs. 71-72.