¿Qué podría decir de María que no se haya dicho ya?
Autor: Juan Francisco Miguel
A lo mejor creo que sería conveniente empezar por el hecho de que es una mujer.
Las mujeres tienen algo que a nosotros los varones nos falta aprender: esa maravillosa forma natural de cuidar y proteger lo que les es confiado.
Cuando una mujer cree en algo bueno o en alguien, cree de verdad. Lo vive de manera especial…ensancha el corazón para poder abrazar lo que escucha con todo su ser, utiliza todos sus sentidos, podríamos decir que se “apropia” de lo que recibe y lo cuida. De esta manera puede llegar a enamorarse y estar dispuesta a todo, por que cree en la inmensa felicidad que le genera aquello que experimenta.
Es por esto que la palabra en la mujer tiene peso, penetra con una profundidad especial, a veces, en ocasiones hasta inentendible para la razón masculina.
La mujer creyente escucha, contempla, recibe, le importa quién habla y qué está diciendo, por qué y para qué. Sobre todo le afecta cómo alguien expresa lo que dice.
Dios eligió a una mujer para venir al mundo. La eligió a María. Una mujer pobre. Es más, venía de una región de la cual los judíos más conservadores y a la vez desconfiados ante lo distinto, se preguntaban si de allí, de Nazareth, realmente podría salir algo bueno.
Según se conoce, María tuvo una vida austera, tenía apenas lo poco que necesitaba a diario, pero también podemos decir paradójicamente, que lo poco que necesitaba, lo necesitaba poco. Porque ella, humilde pero constante en sus quehaceres, fiel y paciente, lo esperaba a Dios. Los salmos eran su más excelsa riqueza y la esperanza era una vela encendida que anticipaba el alba. Al aferrarse a la oración, el tiempo para ella no pasaba sino que cada segundo era un “estar” un “permanecer” en el Señor.
Cómo dice el Evangelio, llegó el Ángel y le dijo que se alegre. La llamó “llena de gracia”. ¡Fíjense qué manera de entrar en el alma de una mujer y colmarla de Dios! No fue un simple halago, sino que fue una afirmación. No fue un decir, fue un hecho que tocó las fibras más íntimas de su persona y hoy podemos afirmar que fueron aquellas palabras “la semilla en tierra fértil”.
La pequeña pero audaz María no solo fue en ese instante la más bendita entre todas las mujeres, sino que acrecentó su fe y alegría saliendo al encuentro de su prima Isabel. Tal vez porque necesitaba contarle a otra mujer qué significaba para ella hospedar la palabra de Dios y que dando testimonio percibiera quizás, la misma alegría que ella sentía en lo profundo de su corazón.
Y cantó. Se alegró en El Señor, se llenó de gozo, porque la miró a ella y la sencillez de su gran amor que todo lo guardaba y meditaba con devoción.
Dicen los exégetas, que la comunidad de Lucas probablemente escribió aquel magnificat y lo puso en boca de la Virgen. Pero cómo nos arranca más de una sonrisa de paz y alegría querer creer que María, llena del Espíritu Santo, sí cantó con todo su ser aquel día, que sí se animó a expresar lo que traía adentro suyo tanto o más que otras mujeres del antiguo testamento.
¿Por qué? Por el simple hecho de que llevaba en sus entrañas al Salvador del mundo. Carne de su carne, hueso de sus huesos…. algo inmensurable, asombroso y que, tal vez haya sido humanamente indescriptible en una simple charla con su prima. Por eso ella cantó, como nosotros cantamos, para manifestar lo que no nos sale “así nomás”.
María nos invita a esperar. A ensanchar el corazón y dejar que el Espíritu Santo de alguna manera nos llene.
Ella es la gran educadora en la escuela de misericordia que es nuestra vida. Es la ternura que ablanda nuestra dureza, es el toque femenino que acomoda lo desordenado y pinta con color los momentos más grises.
Ella, mujer entre hombres, ella, la mujer valiente que nos anima a no tener miedo de mirar a un Dios envuelto en pañales, indefenso, niño. Ella, que luego viene a dar a luz en nuestro humilde Santuario, Ella que ve en nuestro hogar un cálido y acogedor Belén.
Hoy celebramos el nacimiento de María.
Ella, la que nos invita a confiar caminando y andar con el corazón dispuesto.