Ave, MTA
18 de diciembre del 2020
Querida Familia:
Cuando el Hijo de Dios descendió al seno virginal de María, la Trinidad –en y por el Hijo- se hizo “historia humana”. En Jesús de Nazaret, Dios caminó el camino de todo hombre, desde su concepción hasta su muerte. Belén, el poblado donde nació, era pequeño; su pueblo ocupado y dominado por el imperio romano que, junto a los reyezuelos judíos, explotaban la pobre economía de las gentes. El Hijo de Dios no buscó el fausto, no nació en la majestuosa Roma, no pertenecía a una familia noble.
¡Extraño nuestro Dios! Sí, es un Dios que no vino a destruir a los poderosos, sino alentar a los humildes de corazón, independiente de rango, situación económica, familia… En todos los extractos sociales hay buenos y no buenos, dadivosos y avaros, sabios e ignorantes. Pues bien, Jesús vino para salvar a todos. La única “condición”, por así decir, era y es “ser como niños”. Es decir, asemejarse a los niños que en todo momento confían en sus padres, que reconocen en ellos una fuerza de amor y ternura que los cuidan y guían. Esto, pero referido a Dios, es lo que vino a anunciar Jesús.
Entrando ya en la novena de Navidad, tenemos la oportunidad óptima para reflexionar sobre lo dicho. Este año “del doble 20”, que ya está terminando, se nos hizo el regalo de vivir todos, lo que normalmente viven los niños: depender del poder de amor. Amor de Dios y amor de los que nos rodean. Las experiencias de impotencia, inseguridad, miedo, desconcierto, han sido momentos privilegiados para dejar salir el niño que todos llevamos dentro. Dios, el gran pedagogo, quiere educarnos para que seamos plenamente niños y adultos. ¡El prototipo del hombre y la mujer renovados por el mayor amor!
Toda la historia de salvación en un alejarnos y un volverá este amor primero. Nada refleja más este misterio que la llamada “Parábola del hijo pródigo”. El hijo menor decidió no ser niño, es decir no depender de su padre y del ámbito familiar. Quería ser adulto y vivir la vida a su manera. Dejó a su padre y madre, a su familia, y “se marchó a un país lejano”. Pareciera que, con esta afirmación, Jesús quisiera acentuar la “distancia” entre el hijo adulto y la casa paterna. Lo que este joven vivió cuando quedó sin recursos y abandonado por los que consideraba amigos, se parece mucho a las vivencias que hemos tenido este año. Al quedar sin dinero comenzó a buscar trabajo, “pero nadie se lo daba”. No tenía donde vivir, no tenía casa, ni ropa adecuada, ni ayuda alguna. Estaba en situación desesperada. ¡He aquí lo que vivieron y viven millones de personas hoy, por la pandemia! Es en ese momento límite, que alguien le ofrece trabajo: cuidar cerdos. En la mentalidad judía, que consideraba el cerdo como un animal impuro, cuidar de ellos era estar hundido en la mayor indignidad. Es ahí, cuando el joven adulto, colmado de sufrimiento, deja salir al niño que habitaba en lo más profundo. La solución no la da el “adulto”, sino el “niño”: “¡volveré a la casa de mi padre!”
Preparar y celebrar la Navidad es, más aún en este año y ante los interrogantes del año que se avecina, “la mejor oportunidad” para que renazca en nosotros el niño. Ese niño que no es “sacado del mundo”, sino “preservado del mal” por un amor que lo cobija, sostiene y alienta. ¿En qué actitudes o comportamientos personales y familiares somos invitados a volver a casa y dejarnos abrazar por el amor de Dios, el Padre?
Hay, entre otras, dos realidades que me han llamado la atención este año: la afirmación de que, ante una enfermedad terminal y ante la muerte, todos domos igualmente desvalidos. No dominamos todo, no podemos todo, no sabemos todo…, por eso “el camino del niño” es el camino de la humidad, la sencillez, la amabilidad, la magnanimidad, la bondad, la ternura, y la dependencia, serena y confiada, de Dios.
Los niños de nuestras familias son un tesoro. Ellos se constituyen en “maestros de vida” enseñándonos, con su inocencia y simplicidad, qué significa asemejarnos a ellos. Hace unos días, un papá me relataba el diálogo con su hijo más pequeño: “Papá; ¿que, hijo?, ¿si hay tormenta y llueve mucho vendrá el Niño Jesús a traerme los regalos?” Este papá me decía: “Sentí que alguien se movía muy dentro de mí. Yo también, hace muchos años, hice casi la misma pregunta a mis padres”. Conmovido, abrace y bese a mi pequeño y en él y con él, a mi niño interior.
Querida Familia, lo dicho es una invitación a vivir con profundidad y serenidad esta novena de Navidad y preparar el corazón. No seamos desproporcionados, es decir: no invirtamos más tiempo y energía en “preparar la fiesta”, es decir: regalos, invitados, comidas, bebidas…; que en “ir hacia dentro” de nosotros mismos y reencontrarnos con nuestro niño, tal como le aconteció al papá del relato precedente.
El padre José Kentenich repitió incansablemente a lo largo de su vida: “hoy, Cristo debe nacer de nuevo”. ¡Debe nacer en cada uno, en nuestro matrimonio y familia, en nuestra sociedad! Un mundo sin niños, de todas las edades, es un mundo sin luz. ¡Qué paradoja!, mientras caminamos a celebrar un nacimiento, millones piden y buscar que sea aprobada la ley del aborto. Todos aquellos que piden la ley, el 24 y 25 de diciembre saludarán a sus seres queridos y conocidos diciéndoles: ¡Feliz Navidad! Este saludo es un canto a la vida, pero puede ser dicho y deseado por un portador de muerte.
Sí, definitivamente, necesitamos que la Navidad sea feliz, pero sobre todo necesitamos ser veraces: si decimos feliz Navidad, digamos también sí a la vida por nacer, lo contrario es incoherencia.
No estamos en tiempo fáciles. Las nubes de tormenta se acumulan en el horizonte. Sin embargo Dios no nos deja. El Hijo sigue “naciendo” en y para nosotros. El Padre, se sigue inclinando sobre el mundo por medio de Jesús y María. Todo es un llamado a volver a lo esencial, a lo inalterable de nuestras vidas: Dios, que se nos viene en “tamaño-niño”.
Feliz y bendecida navidad para todos. La pandemia nos ha separado físicamente, pero nos ha unido más espiritualmente. ¡Así es, cuando le hacemos lugar a Dios en el santuario del corazón!
P. Alberto E. Eronti